lunes, 5 de octubre de 2015

Discursos a mis estudiantes, de Charles Spurgeon

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“Si quitamos una sola nota de la divina armonía de la verdad, la música tal vez se vea tristemente menoscabada”. Un fragmento de “Discursos a mis estudiantes”, de C.H. Spurgeon (Peregrino). 
FRAGMENTOS 02 DE OCTUBRE DE 2015 07:45 h
Detalle de la portada del libro.


Un fragmento de "Discursos a mis estudiantes", de C.H. Spurgeon (Pregrino). Puede saber más sobre el libro aquí.

El gran objetivo del ministerio cristiano es la gloria de Dios. Ya sea que las almas se conviertan o no, si se predica fielmente a Jesucristo, el ministro no habrá trabajado en vano, ya que es un grato aroma para Dios tanto en los que se pierden como en aquellos que se salvan. Sin embargo, como norma, Dios nos ha enviado a predicar para que, por medio del evangelio de Jesucristo, los hijos de los hombres sean reconciliados con él. De vez en cuando, un pregonero de justicia como Noé puede estar trabajando sin llevar a nadie —aparte del círculo de su familia— al arca de salvación; y otro, como Jeremías, es posible que llore en vano por una nación impenitente. Pero en su mayor parte, la intención del trabajo de predicar es salvar a los que oyen. Nos corresponde a nosotros sembrar hasta en lugares pedregosos, donde no hay fruto que recompense nuestros esfuerzos; aun así, debemos esperar la cosecha y lamentarnos si esta no aparece a su debido tiempo.

Puesto que nuestro principal objetivo es la gloria de Dios, apuntamos hacia ella buscando la edificación de los santos y la salvación de los pecadores. Instruir al pueblo de Dios y edificarlos en su santísima fe es una noble tarea, y no debemos en modo alguno descuidar esta responsabilidad. Para ello hemos de hacer claras formulaciones de la doctrina evangélica, de la experiencia vital y del deber cristiano, y jamás retraernos de enseñar todo el consejo de Dios. En demasiados casos se mantienen en suspenso ciertas verdades so pretexto de que no son prácticas; mientras que el mero hecho de que hayan sido reveladas demuestra que el Señor las considera valiosas, y ¡ay de nosotros si nos consideramos más sabios que él! Así que podemos decir de cada doctrina de la Escritura:


Por tanto, es sabio que el hombre la dote de lengua.


Si quitamos una sola nota de la divina armonía de la verdad, la música tal vez se vea tristemente menoscabada. Tu congregación puede contraer graves enfermedades espirituales por falta de un determinado nutriente de la Palabra, el cual solo son capaces de suministrar aquellas doctrinas que estás reteniendo. En la comida que comemos hay ingredientes que, a primera vista, no parecen ser necesarios para la vida; pero la experiencia demuestra que constituyen requisitos imprescindibles para la salud y la fortaleza. El fósforo no producirá carne, pero es necesario para los huesos; y muchos elementos químicos caen en la misma categoría: son precisos para la economía humana en su debida proporción. Así algunas verdades que parecen poco adecuadas para la nutrición espiritual resultan, sin embargo, muy beneficiosas a la hora de proporcionar espinazo y músculo a los creyentes, y para reparar los diferentes órganos de la naturaleza humana cristiana. Debemos predicar «toda la verdad», para que el hombre de Dios pueda estar enteramente preparado para toda buena obra.


Nuestro gran objetivo de glorificar a Dios debe conseguirse ganando almas. Tenemos que ver almas nacidas para Dios; si no las vemos, nuestro clamor habría de ser como el de Raquel: «Dame hijos o me muero». Si no ganamos almas deberíamos lamentarnos como el labrador que no obtiene cosecha alguna o como el pescador que vuelve a su casa con las redes vacías, o como ese cazador que ha estado vagando sin éxito por valles y colinas. Tendríamos que utilizar el lenguaje de Isaías con sus innumerables gemidos y lamentos: «¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?». Los embajadores de la paz no deberían dejar de llorar amargamente hasta que los pecadores lo hicieran por sus pecados.


Si deseamos ardientemente que nuestros oyentes crean en el Señor Jesús, ¿cómo deberíamos actuar para que Dios nos utilizara a fin de producir ese resultado? He aquí el tema del presente discurso.






Portada del libro.
Puesto que la conversión es una obra divina, debemos asegurarnos de depender completamente del Espíritu de Dios, y acudir a él para recibir poder sobre las mentes de los hombres. A pesar de tantas veces como se hace este comentario, me temo que sentimos muy poco su fuerza; ya que si estuviéramos en verdad más conscientes de nuestra necesidad del Espíritu de Dios, ¿no estudiaríamos dependiendo más de su enseñanza?, ¿no oraríamos con mayor importunidad para ser ungidos con su santa unción?, ¿no le daríamos más lugar para que actuase en nuestros sermones?; ¿acaso no fracasamos en muchos de nuestros esfuerzos porque en la práctica, si no en la doctrina, pasamos por alto al Espíritu Santo? Siendo Dios, su lugar está en el trono, y él debe ser el principio, el intermedio y el final en todas nuestras empresas: nosotros somos meramente instrumentos en sus manos.


Una vez admitido esto plenamente, ¿qué otra cosa deberíamos hacer para ver conversiones? Con toda seguridad tendríamos que ser cuidadosos de predicar sobre todo aquellas verdades que conducirán a este fin. ¿Y cuáles son esas verdades? Mi respuesta es que lo primero y principal es que prediquemos a Jesucristo, y a este crucificado. Las almas se sienten atraídas allí donde se exalta a Jesús: «Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo». La predicación de la cruz es para aquellos que son salvados por el poder de Dios y la sabiduría de Dios. El ministro cristiano debería predicar todas las verdades que se agrupan en tono a la persona y la obra del Señor Jesús; por tanto, tiene que declarar con mucho fervor y propósito la maldad del pecado que hizo necesario a un Salvador. Enseña que el pecado es la infracción de la ley y que demanda castigo, así como que la ira de Dios se revela contra el mismo. No trate nunca el pecado como una menudencia o un infortunio, sino preséntelo como sumamente pecaminoso. Entre luego en los particulares: no echando una mirada superficial a la maldad en su conjunto, sino mencionando los diversos pecados en detalle, especialmente aquellos que son más característicos de la época: como esa hidra devoradora que es la embriaguez, la cual asola nuestra tierra; la mentira, que en forma de calumnia abunda por doquier; y la disolución, que debe mencionarse con mucha delicadeza pero aun así denunciarse sin piedad.


Debemos reprobar, especialmente, aquellos males en que han caído nuestros oyentes, o corren el riesgo de caer. Explica los Diez Mandamientos y obedece el mandato divino que dice: «Anuncia a mi pueblo su rebelión, y a la casa de Jacob su pecado». Despliega la espiritualidad de la ley de Moisés como hizo nuestro Señor y explica cómo se quebranta mediante pensamientos, intenciones e imaginaciones perversas. Muchos pecadores sentirán la conciencia aguijoneada por este medio. El bueno de Robbie Flockhard solía decir: «De nada sirve coser con la hebra de seda del evangelio a menos que abramos camino para ella con la aguja afilada de la ley». La ley viene primero —como la aguja—, e introduce luego el hilo del evangelio; por tanto, al predicar debes hablar del pecado, la justicia y el Juicio venidero. Explica con frecuencia el lenguaje del Salmo 51: muestra que Dios ama la verdad en lo íntimo, y que la purificación por medio de la sangre del sacrificio es absolutamente necesaria. Apunta al corazón. Sondea la herida y toca la carne viva del alma. No evites las cuestiones más severas, ya que antes de curar a los hombres hay que herirlos, y antes de darles vida hay que hacerlos morir. Ningún hombre se vestirá jamás con la túnica de la justicia de Cristo a menos que se le haya despojado de las hojas de higuera, ni se lavará en la fuente de la gracia hasta que perciba su propia suciedad. Por tanto, hermanos, no debemos dejar de predicar la ley, sus exigencias, sus amenazas y los innumerables quebrantamientos de la misma por parte del pecador.


Enseña acerca de la corrupción de la naturaleza humana. Explica a los hombres que el pecado no es un accidente, sino la consecuencia genuina de sus corazones corrompidos. Predica la doctrina de la depravación natural del hombre: una verdad pasada de moda, ya que hoy en día se encuentran ministros que son muy cuidadosos con «la dignidad de la naturaleza humana». A veces se hace referencia al «estado caído» del hombre, pero se evitan cuestiones tales como la corrupción de nuestra naturaleza y otros temas semejantes. Se informa a los etíopes de que pueden blanquear su piel y se espera de los leopardos que se quiten las manchas. Hermanos, no caigan en ese engaño; o, si lo hacen, no esperen demasiadas conversiones. Profetizar cosas halagüeñas y atenuar la maldad de nuestro estado de perdición no es la manera de guiar a los hombres a Jesús.


Queridos hermanos, la necesidad de la divina intervención del Espíritu Santo seguirá de manera natural a la enseñanza anterior, ya que nuestra espantosa miseria precisa de la interposición de Dios. Hay que decir a los hombres que están muertos, y que solo el Espíritu Santo puede darles vida; que el Espíritu obra como le place y que ningún hombre puede reclamar su visitación o merecer su ayuda. Esta se considera una enseñanza descorazonadora —y lo es—, pero los hombres necesitan que se los descorazone cuando buscan la salvación de manera equivocada. El desengañarlos de sus propias habilidades es de gran ayuda para hacerles que miren fuera de sí mismos, hacia Otro —a saber, al Señor Jesús—, para salvarse. La doctrina de la elección y otras grandes verdades que declaran que la salvación es completamente por gracia y no constituye el derecho de las criaturas, sino el don del Señor Soberano, están calculadas para esconder del hombre el orgullo y prepararle para recibir la misericordia divina.


También debemos presentar a nuestros oyentes la justicia de Dios y la certidumbre de que toda transgresión será castigada. A menudo tenemos que…


       Ponerles delante en espantosas galas


       toda la pompa de ese terrible día


       cuando Cristo en las nubes vendrá.


Haz sonar en sus oídos la doctrina de la segunda venida, no como una curiosidad profética, sino como un hecho práctico y solemne. Resulta inútil presentar a nuestro Señor con toda la tintineante ostentación de un reino terrenal, como hacen ciertos hermanos que creen en un judaísmo restaurado: necesitamos predicar que el Señor viene a juzgar al mundo con justicia, a llamar a las naciones a su Tribunal y a separarlas como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pablo predicaba acerca de la justicia, del dominio propio y del Juicio venidero, e hizo temblar a Félix con su predicación: estos temas son igual de impactantes en la actualidad. Cuando excluimos las amenazas de castigo del evangelio, despojamos a este de su poder. Es de temer que las opiniones novedosas acerca de la aniquilación y la restauración que han afligido a la Iglesia en estos últimos días hayan hecho que muchos ministros sean lentos para hablar acerca del Juicio Final y sus resultados, y por consiguiente los terrores de Dios han tenido poca influencia tanto sobre los predicadores como sobre sus oyentes. Si eso ha sucedido jamás podremos lamentarlo bastante, porque así se deja sin utilizar un gran medio de conversión.


Queridos hermanos, ante todo debemos tener clara la salvadora doctrina de la Expiación. Hemos de predicar un auténtico sacrificio vicario y proclamar el perdón como resultado del mismo. Las visiones borrosas de la sangre que expía el pecado son perniciosas en extremo: se mantiene a las almas en una esclavitud innecesaria y se despoja a los santos de la tranquila confianza de la fe, al no decírseles claramente que Dios «al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Co. 5:21). Debemos predicar la sustitución de forma franca e inequívoca, porque si hay una doctrina que se enseñe claramente en las Escrituras es esta: «El castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados» (Is. 53:5); «Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 P. 2:24). Esta verdad tranquiliza la conciencia enseñando que Dios puede ser justo y el que justifica al creyente. Esta es la gran red de los pescadores del evangelio: los peces son atraídos o llevados en la dirección correcta por otras verdades, pero esta verdad constituye la red misma.


Para que los hombres sean salvados, debemos predicar la justificación por la fe en los términos más claros, como la manera que tiene la expiación de hacerse efectiva en la experiencia del alma. Si es el sacrificio vicario de Cristo lo que nos salva, entonces no se requiere ningún mérito nuestro, y lo único que tienen que hacer los hombres es aceptar, con fe sencilla, aquello que Cristo ya ha hecho. Es delicioso meditar sobre esa gran verdad de que «Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios» (He. 10:12). ¡Qué visión tan gloriosa la de Cristo sentado en el sitio de honor porque ha terminado su obra! El alma puede descansar confiadamente en una obra tan evidentemente completa.


Jamás debe oscurecerse la justificación por la fe; sin embargo, no todos tienen esto claro. Una vez oí un sermón acerca del versículo que dice: «Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán», que en inglés venía a decir: «Sé bueno, muy bueno y, aunque tendrás que sufrir por ello, Dios te recompensará al final». El predicador, sin lugar a dudas, creía en la justificación por la fe, pero predicaba muy claramente la doctrina contraria. Muchos hacen esto cuando se dirigen a los niños; y observo que, por lo general, hablan a los pequeños acerca de amar a Jesús y no de creer en él. Esto debe dejar una perniciosa impresión en las mentes jóvenes y apartarlas del verdadero camino de la paz.


Predica con fervor el amor de Dios en Cristo Jesús y exalta la abundante misericordia del Señor; pero habla de estar siempre en relación con su justicia. No ensalces el atributo singular del amor de la manera que demasiado a menudo se hace, sino considéralo en su elevado sentido teológico, según el cual, ese amor encierra en su interior, como un anillo de oro, el resto de los atributos divinos. Porque Dios no sería amor si no fuera justo y aborreciera toda cosa impura. Jamás exaltes un atributo a expensas de otro: deja que la misericordia infinita aparezca en plácida coherencia con la justicia firme y la soberanía ilimitada. El verdadero carácter de Dios es apto para asombrar, impresionar y humillar al pecador: no desfigures a tu Señor.


Todas estas verdades, y otras más que completan el sistema evangélico, están calculadas para guiar a los hombres a la fe; por tanto, haz de ellas el elemento central de tu enseñanza. 

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